De pelo corto y rojizo, con esa mirada tan conocida, la nariz húmeda, y sé que será en no mucho tiempo un conjunto sanguinolento de carne. Miro sus rodillas un poco combadas hacia adentro grandes, sanas. Huele a animal, huele a mis botas de siempre, huele a sudor animal a pelo húmedo a verde, a campo. “Estos son limoncinos y aquellos retintos” me comentó el hombre al que pregunté por la raza, no se me despegaba, era obvio que quería impartirme una clase magistral sobre razas vacunas, y no pude más que sonreír para mis adentros con el cambio de nombre tan típico del campo a las razas de origen inglés o francés. Los Charolais cambiados por Chevrolet en la provincia de Buenos Aires, y aquí en la provincia de Málaga Limousine por limoncinos.
Llegamos al final de la muestra de animales y ya no tuvo más que mostrarme, me llamó la atención una raza que llamaban castiza, animales de grandes huesos y poca carne parecido al ganado cimarrón que se podía ver en gravados antiguos en las oficinas de consignatarios de hacienda en Balcarce o cualquier otro pueblo hace cuarenta años.
Intentar encontrar relaciones entre este mundo y aquel ha dejado de ser ya hace tiempo un entretenimiento, me suele invadir cierta resignación, una conciencia de la inutilidad de saber la explicación más probable de tal o cual coincidencia.
El olor es el mismo, la parsimonia de la gente de campo la misma, ojos inyectados en sangre de haber madrugado toda una vida, del alcohol y el tabaco, del sol implacable, del calor. El gesto de levantar la gorra y dejar ver la frontera de donde no llega el sol y rascarse la frente con aire reflexivo aquí, allí la boina o el sombrero, exactamente de la misma manera. El arrastrar las sílabas duras hasta hacerlas incomprensibles para los que no lidiamos con el sonido del viento, otro acento, el mismo deje. No hay comparación, simplemente me transporta, me lleva al olor del coche de mi padre, al olor de su colonia, a la seguridad que me daba cuando viajábamos desde la ciudad, cuatro o cinco horas y abría la puerta y pisaba la tierra renegrida y el calor y el verde y el viento y la inmensidad, y el horizonte infinito me atacaban por un segundo hasta que respiraba varias veces y me hacía consiente que era un visitante, ajeno a aquello, al menos hasta que me armaba de valor y me adaptaba.
Hoy por un momento no lo vi, no me di cuenta sumido en el revoltijo de sensaciones y recuerdos, pero a Marcos con cinco años le pasó exactamente lo mismo. Llegó a la feria y fuimos directos a ver los caballos, con los que está más familiarizado, relinchos y rebuznos, caballos muy bonitos, nerviosos, seguramente alguna yegua en celo, potrillos y ponis. Hicimos el paseo sin pararnos demasiado, y luego fuimos a ver las vacas y los toros, y no lo vi, no entendía por qué no quería venir conmigo y acercarse y buscaba a su madre. Vacas con cuernos enormes, y recordé que la abuela le suele mostrar corridas de toros, y el encierro de San Fermín y poco a poco fui entendiendo su temor. Solo hacía falta ponerse en su lugar, al ser la primera vez que tenía contacto directo con vacas. Tardó poco en adaptarse y al rato estábamos inspeccionando los huevos de los toros y las ubres de las vacas, dando paja a terneros asustadizos y conversando naturalmente sobre el comportamiento de esos toros de seiscientos kilos mansos y tranquilos que nos miraban rumiando desde el otro lado de una cerca atada con hilo de envolver paquetes, aunque no creo que Marcos fuera consciente de ello.
Nos fuimos al rato aunque él no quería, pero hacían cuarenta grados a la sombra de unos enormes eucaliptus, e imagino que a la hora de deambular por allí estaría subido a las cercas incordiando a los terneros.
Son momentos que son regalos, me supongo subido al alambre de un corral de terneros en algún remate ganadero mirando con ojo escrutador la calidad de la muestra e imaginando qué enseñaría a un posible retoño, como mi padre a mi espalda con voz calmada analizara lo mismo que yo. No recuerdo literalmente haberlo hecho, pero supongo que mi inconsciente tomara nota de todo aquello que me enriquecía de lo que salía de su boca. Gracias viejo por darme mucho que recordar, por darme retales que me acerquen a esa seguridad que dan los padres y que reconforta, aunque parezca a diez mil años de distancia.